La pasión de Argentina salva los octavos
Actualizado:Pase lo que pase en el camino que a Argentina le quede por andar en este Mundial, el equipo ha alcanzado una de sus conquistas más insólitas: disipar el debate en la nación en la que cerrar el pico es signo de sospecha. Nadie creía ayer en el dictamen de Sampaoli, convertido en un paria en su tierra, foco de la ira en la medida en que aglutina todos los odios que los argentinos no alcanzan a repartir entre sus futbolistas, ni siquiera el abatido Caballero. Rusia ha brindado a la albiceleste una última bala con la que tendrá que tirar millas hasta donde llegue después de batir a Nigeria con la emoción a flor de piel, un homenaje al estatus del Mundial como torneo de torneos. El riesgo, claro está, es que el revólver acabe apuntando hacia su propia cabeza.
El once, cómo no, emergió con la tercera revolución en esta Copa, la enésima en la era Sampaoli. Tocó esta ver apostar por la línea de cuatro, con Banega en la media -el técnico había apuntado en la previa la importancia de controlar el partido a través de la pelota para evitar sufrir daños en las transiciones de Nigeria- e Higuaín en detrimento de Agüero. La prensa argentina reportaba en las previas que éste era el once de la plantilla, el que firmaba la conjura de los jugadores y apuntalaba las discrepancias con el seleccionador.
El rostro de Messi mientras atronaba el himno argentino encerraba un tonelaje inverosímil de responsabilidad. Ni una mueca ante el rugir de la mayoría sudamericana en las gradas del Estadio de San Petersburgo, un anticipo de algo que desfilaba entre el funeral y la obligada conquista burocrática. Cumplir o morir.
Sobre el verde había un equipo que jugaba, vestido de verde y cargado de ilusión, frente a otro de azul y blanco a rayas que más bien enfilaba el frente. Pies rígidos y acierto infrecuente en el pase, Argentina dominaba la posesión pero no giraba la presión nigeriana, palpable la diferencia el aliento de uno y otro equipo incluso en la forma de correr. Había roto la tregua Nigeria con un par de recuperaciones alzadas, bien solventadas por el ímpetu de Otamendi, capataz de la última línea. Contra las voces que reclamaban un no sé qué testicular para mejorar las cosas en el combinado nacional emergieron Banega y Messi, la conexión con más fútbol del plantel.
La recibió el centrocampista del Sevilla pasado el círculo central, oteó la lontananza y halló una mota: Messi rompió a la espalda de la zaga de los de Gernot Rohr, la bajó con el muslo, la orientó con la zurda y embocó el balón más cargado de plomo de cuantos golpeó en sus recién cumplidos 31 años en la red de Uzoho. Como tantas otras veces en la fase de clasificación, Argentina había capeado el temporal con un zarpazo del «10».
Nigeria echaba en falta una réplica al mesianismo que enfrentaba y los ojos se iban hacia Musa, goleador por partida doble ante Islandia. Mascherano protagonizó una oda al empeño. No le correspondieron las piernas, ni tampoco Enzo, una sombra. Entretando, Banega se aplicaba en lo suyo: tan notables fueron sus minutos el día del debut y ayer como incompresible su desaparición en la debacle ante Croacia. Por un momento, todo parecía bálsamo en el polvorín de Argentina. Pero el fútbol, menos en un Mundial, no entiende de treguas. Un córner botado brindó un penalti para el empate a Nigeria. Mascherano cometió un agarrón que sirvió a Moses para volver a disparar la temperatura del choque.
Sampaoli tomó cartas en el asunto y envidó con Pavón y Agüero, un todo al gol. Rohr contrarrestó poniendo la correa al trivote de Ndidi, Mikel y Etebo, un polvorón en agosto para la espesura albiceleste. Se daban facilidades para que la pelota circulase frente a ellos, pero costaba mundo y medio que alguien recibiera a su espalda. Tras ellos, la línea de cinco africana tan pancha, y Musa e Iheanacho, con el arpón cargado.
Argentina acumulaba precipitaciones que no le acercaban más que al aeropuerto cuando el VAR rebasó el nivel de picante del partido. Rojo cabeceó contra su brazo un balón colgado al área sudamericana y durante un minuto la idea del penalti sobrevoló San Petersburgo como una condena. Çakir salvó la bola de partido.
Todo era ya una caricatura: mientras Mascherano tenía media cara pintada de sangre, Higuaín enviaba a las nubes la ocasión más clara del partido. De inmediato, Ighalo tenía la réplica en la otra orilla, bien atajada por Armani. Taquicárdico era un calificativo ínfimo.
Messi estaba perdido y en esas emergió Mercado, la vuelta al tirabuzón de la inverosimilitud argentina a tres minutos del final con un centro al área con el que Rojo encontró el gol que aliviaba a todo un país. Una enajenación inexplicable, un canto a lo improbable que por un momento encontró sentido a la sinrazón de Argentina.